Uno se hace viejo y el paso del tiempo no perdona. Cuando uno mira al interior de sí mismo se da cuenta de que toda aquella inocencia de juventud y ese espíritu de querer cambiar el mundo se ha tornado en una resabia picardía, en una especie de rebelde descreimiento. Probablemente porque el paso de los años no perdona. Sobre todo, si uno se ha preocupado de leer, de abrir los ojos, de afinar el oído y de agudizar el olfato y el sabor ante las agridulces vicisitudes de la vida.